La última resurrección de Rafael Riqueni

Ha pasado ya una semana desde la última resurrección de Rafael Riqueni y todavía no sé qué decir. Me refiero a la última resurrección de Rafael Riqueni presenciada por mí, porque, como es obvio, desde entonces hasta hoy Rafael ha tenido tiempo más que de sobra para volver a caerse y recaerse cuarenta veces y para resucitar otras cuarenta veces más. El ave Fénix ése del que todo el mundo habla es una guarrería comparado con Rafael Riqueni.

Esto fue el 18 de junio, domingo (2017), en la Sala Verde de los Teatros del Canal, dentro del XII Festival Flamenco de la Comunidad de Madrid, Suma Flamenca, y si digo que no sé qué decir es porque, primero, las resurrecciones de los músicos que admiro tienen la capacidad de dejarme sin palabras cuando se producen en mi presencia, y, segundo, porque la música está para sentirla, para vivirla, no para escribir de ella. Lo mío son las gracietas frívolas que se me ocurren de manera más o menos tangencial a la música, y cuando tengo que escribir puramente de música se me ve mucho el plumero de las carencias, y la actuación de Rafael de hace una semana fue música con mayúsculas, y si alguno de ustedes piensa que estoy escurriendo el bulto es porque, en efecto, lo estoy escurriendo absolutamente.

La función duró algo más de dos horas y tuvo dos partes diferenciadas. Primero Rafael nos presentó su último trabajo discográfico Parque de María Luisa (Universal Music Spain, 2017), una explosión amigable de sensibilidad, imaginación y flores en forma de acordes de guitarra, luego diez minutos de descanso, y luego otra hora y pico de ese flamenco suyo que a veces estoy tentado de catalogar como solipsista, pero no, eso sería simplificar demasiado, el toque de Riqueni es toda una autopsia a un corazón vivo. Y perdón pero voy a volver a citar una vez más a José Manuel Gamboa: «Riqueni es una persona que te cuenta su vida en cada falseta». Lo siento, todavía no he encontrado una manera de explicarlo mejor.

Por enmarcar un poco más la foto de lo que fue la velada, nuestro guitarrista salió rodeado de músicos: piano, dos violines, viola, violonchelo, segunda guitarra, contrabajo, batería, cajón, saxo, un bailaor y dos chavalitos dando palmas. Era como si ni él mismo confiase en su propia resurrección y necesitase sentirse protegido, y luego resultó que los mejores momentos fueron cuando estuvo él solo en el escenario. Fácil de dedos, no en plan ahora vais a ver, aquí estoy yo, que también, sino gustándose a sí mismo. Cuando Rafael Riqueni consigue gustarse a sí mismo le gusta a todo el mundo. Y de repente va Rafael y dice: «Amigos, creo que hoy es el día más feliz de mi vida». Y no lo dijo por decir, lo dijo porque, aunque quizá sonase exagerado, en ese momento lo sentía de verdad. Supongo que cuando caes muy abajo es difícil creer que puedas volver a subir, y cuando subes, pues es el día más feliz de tu vida, y hay guitarristas muy propensos a caer muy abajo muchas veces.

Y ya está. Los que tuvieron la suerte de estar hace una semana en los Teatros del Canal saben de qué estoy hablando, los que se lo perdieron, que le pregunten a otro, yo no soy capaz de explicarlo. Lo único que sí quiero añadir es algo que ya sabemos todos, y es que un artista, cuando cae a lo más profundo de los infiernos, si luego es capaz de remontar el vuelto, siempre–siempre sale reforzado. En el arte, nada como tocar fondo para seguir profundizando. Porque un artista es eso, entre otras muchas cosas: un ser humano capaz de encadenar caídas, recaídas y resurrecciones sin que le importe un pimiento el precio que haya que pagar. Vivir el día más feliz de tu vida no tiene precio. Enhorabuena, Rafael.

 

Germán San Nicasio

Escritor

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