La leyenda del tiempo
Fotos: Manuel Naranjo y Larisa López
Nuestro protagonista de hoy es transgresor, su forma de vida es transgredir las formas, pero primero unas pinceladas formales para encajar el dibujo en el cuadro. Jorge Pardo (Madrid, 1956) lleva más de cuarenta años dándole a la flauta y al saxofón y está considerado por el público entendido y la crítica especializada como una de las figuras más sobresalientes de nuestro jazz de todos los tiempos, y pionero además en eso que se ha dado en llamar flamenco–jazz o jazz–fusión, que en realidad es algo que, según algunas voces autorizadas, y según el propio Jorge Pardo, ha existido desde siempre, pero ya se sabe que poner etiquetas a las cosas es la manera que tienen los puristas de separar el grano de la paja, o lo que sólo los puristas entienden por grano de lo que sólo los puristas entienden por paja. Criticar a los puristas es una actitud un poco purista en sí misma también, pero no quería enredarme los pinceles tan pronto en líos metafísicos que en general no sirven más que para ensuciar los contornos del dibujo.
Cuarenta años enganchado a la boquilla de flautas y saxofones pueden dar para mucho y Jorge Pardo no ha perdido el tiempo. Su obra discográfica es muy extensa y tampoco ha parado de colaborar y hacer giras con un sinfín de músicos grandes: Chick Corea, Pat Metheny, un par de veces con Pedro Iturralde, Ray Heredia, incluso Ana Torroja: el solo de saxo de Cruz de navajas (Mecano) parece ser que llevaba la firma de este señor. Pero de su trayectoria artística hasta la fecha, lo más conocido por esa gran masa de público no demasiado experta en jazz ni en flamenco —entre la que yo me encuentro—, quizá sea su etapa junto a Paco de Lucía y sus trabajos con Camarón de la Isla.
A finales de los años setenta, cuenta la leyenda, Jorge Pardo tocaba en el grupo Dolores y un día fueron a los estudios de la Philips, Madrid, a grabar el disco Asa–Nisi–Masa, y allí se encontraron por casualidad con Paco de Lucía, que estaba grabando su disco en homenaje a Manuel de Falla. Les dio por probar juntos una sesión y eso bastó para que en ese momento crearan el Paco de Lucía Sextet. Duraron hasta el año 2001. Lo de Camarón fue en paralelo, con mayor o menor coexistencia. La cuestión: compartir escenarios, aviones, hoteles y tiempo con estas dos leyendas universales de la música significa que no tendrás un aprendizaje mejor: por muy despistado que seas, algo se te tiene que quedar, y Jorge Pardo despistado no parece: en 2013 la Academia Francesa de Jazz le coronó como Mejor Músico Europeo de Jazz, y la Academia Francesa de Jazz no creo yo que se dedique a premiar a despistados. Tampoco es que parezca un artista especialmente obsesionado con el estrellato, que podría entenderse como lo opuesto a despistado, él mismo ha declarado en alguna ocasión que «a la sombra se trabaja mejor», con lo que podemos concluir que la correspondencia lógica que a veces se da entre la dimensión artística de un músico y su impacto en el público, Jorge Pardo la lleva con naturalidad. La naturalidad es su forma de transgredir las formas. Estamos ante una estrella de órbita dulce y velocidad de crucero, y por eso me parece que no es del todo inapropiado el título de obra maestra que le he calzado a este retrato, aún así, voy a explicarlo un poco:
A veces pasa que un mismo título se refiere a dos o más obras de arte que pueden estar relacionadas o no pero que, a partir de sus respectivos bautizos, vienen a ser tocayas entre sí, valga el antropomorfismo. A este fenómeno, en función de los prejuicios que tenga cada uno de ustedes, se le puede llamar de diferentes maneras: homonimia accidental, guiño intelectual, homenaje, falta de imaginación, vampirismo.
La leyenda del tiempo es el título de un cuento del escritor Sergi Pàmies que se incluye en el libro Canciones de amor y de lluvia (Anagrama, 2014). El cuento habla, entre otras cosas, de las repercusiones que puede acarrear el consumo de heroína en las biografías de las personas, y tangencialmente sale Camarón de la Isla y un concierto en un sitio llamado Le Cirque d’Hiver, París. Escribe Sergi Pàmies: «Si no te enteras de lo que estás viviendo, no recordarás nada que, más adelante, pueda hacerte daño», que es una manera tan romántica como cualquier otra de explicar el consumo de heroína. Es obvio que Pàmies coge el título de los jaleos de Camarón que revolucionaron la Historia del Flamenco y que daban nombre al disco La leyenda del tiempo (Polygram, 1979), jaleos que a su vez estaban inspirados, como todos ustedes saben, en el arranque del tercer acto de una obra de teatro muy vanguardista de Federico García Lorca que lleva por título Así que pasen cinco años y por subtítulo Leyenda del tiempo. El subtítulo de Lorca no trae la eufonía encauzada por el artículo determinado femenino singular, pero creo que podemos dar la homonimia por buena. También he conocido a lo largo de mi vida un local de horario nocturno que se llamaba así, La leyenda del tiempo, y apuesto a que más de un pescador de Cádiz tiene estas cuatro palabras escritas a mano en la popa de su embarcación, y si tecleamos en Google seguro que encontramos más cosas, pero el hecho de que yo también haya querido sumarme al manoseo de este título para bautizar mi retrato a Jorge Pardo tiene su explicación en otra leyenda del tiempo: una película escrita y dirigida por alguien que firma como Isaki Lacuesta.
La película es de hace varios años, pero yo no la vi hasta hace algunos meses que me dio por sacar el DVD de la biblioteca de mi barrio. Son dos historias: un niño gitano que deja de cantar porque se ha muerto su padre y una chica japonesa que se viene a España a aprender flamenco. La parte del niño sí me gustó, la de la japonesa es un tostón. El caso es que entre el material adicional que traía el DVD, había un documental de mediano metraje sobre el proceso de grabación de una versión de La leyenda del tiempo que, en homenaje a Camarón, se le ocurrió producir en el año 2005 a Ricardo Pachón, productor también de la versión original. Para esta nueva versión, Ricardo Pachón volvió a reunir a varios músicos de aquel disco histórico, a los que se sumaron otros colaboradores y admiradores de Camarón, que armaron un sexteto de auténtico relumbrón: Jorge Pardo (saxo y flauta), Raimundo Amador (guitarra), Joan Albert Amargós (piano), Carles Benavent (bajo), Rubem Dantas (percusión) y la voz la puso una maquilladísima Montse Cortés, cantaora muy del gusto mío. Bien, pues en un momento dado del documental, aparece Jorge Pardo en camiseta y pantalón de chándal Adidas y el pelo con unas pequeñas greñitas a mucha distancia del melenón actual —yo calculo que no ha pisado una peluquería en todo este tiempo—, y empieza a hablar de Camarón. Se trata de una tertulia entre varios músicos y Jorge Pardo es quien monopoliza la palabra porque, a la vista de las imágenes, es el que más cosas tiene que decir sobre Camarón y el que mejor las dice: «Camarón no era un artista de esos que van por ahí diciendo aquí estoy yo. Estaba y parecía que no estaba, pero cuando se iba, se notaba el vacío que dejaba». Estoy citando de memoria, no tengo el DVD a mano, no me suelo indisciplinar con las fechas de devolución de la biblioteca, pero lo importante para la cuestión que nos ocupa no está en las palabras de Jorge Pardo en sí, sino en la energía que conseguía transmitir al pronunciarlas, que fue lo que me sacudió a mí el ánimo de manera suficientemente intensa como para atreverme a proponerles el presente retrato a mis jefes de chalaúra.com.
«Cuanta más libertad quieres crear a tu alrededor, más orden necesitas, y más sabiduría. La libertad no es un bien que puedas consumir por el hecho de simplemente desearlo y que te sea entregado. Para usar la libertad y que sea gozosa y no se convierta en una llamarada de un solo día, hay que tener un gran conocimiento»
El rollo introductorio que me estoy cascando viene porque me parece interesante compartir con ustedes que la entrevista que van a leer a continuación —los que aún tengan fuerzas para seguir con la lectura— es la segunda entrevista que hago en toda mi vida, y la primera en la que yo elijo al personaje entrevistado. Y no es sólo que Jorge Pardo nunca saldrá igual de guapo en un retrato hecho por mí que en uno hecho por el fotógrafo Alberto García Alix, por ejemplo, es que cuantas más cosas sepan sobre el retratista los observadores del retrato, más relieve tendrá también la imagen que se acaben formando sobre el personaje retratado. De hecho, en todo retrato hay cómo mínimo dos sujetos retratados: el modelo y el pintor. Tan importante es la fotogenia de uno como la pericia pictórica del otro, o la química que se llegue a establecer entre ellos, o el hipotético dolor de muelas que pueda sufrir cualquiera de los dos justo en el momento de llevarse a cabo el retrato.
Todo esto son obviedades, soy consciente, estamos en la era de las redes sociales y ya sé que aquí, desde la primera quinceañera alegre hasta el último concejal de Cultura, todos tenemos claro lo que nos jugamos cuando echamos al mundo un tuit o un selfi, y, en ese sentido, tampoco se me escapa que las ansias de protagonismo por parte de un retratista suelen provocar antipatía en el ciudadano medio, así que intentaré moderar mi vicio de hablar todo el rato de mí mismo, aunque en realidad no es vicio, es virtud. Ahí vamos:
La cita fue el 14 de mayo (2015), jueves, en una cafetería en frente del Teatro Lara, Madrid. Mis jefes ya le habían explicado a Jorge Pardo en qué consistía más o menos mi idea del retrato, y conseguimos encontrar una hora entera para mí solo, de seis a siete de la tarde. Jorge Pardo tenía más compromisos antes y después de nuestra entrevista. Pero entonces me llaman mis jefes y me dicen que el músico ha terminado su anterior compromiso más pronto de lo previsto y que, si me viene bien a mí, puede atenderme media hora antes, lo que significa media hora más a merced de mis pinceles. Yo ya estaba vagabundeando por las inmediaciones del Teatro Lara, así que fenomenal.
De estatura andará raspando el metro setenta, la melena, morena, larguísima y con muy pocas canas, la lleva recogida por detrás, y hoy va ataviado con una camisola blanca de manga larga, pantalones oscuros de tejido vaporoso y calzado cómodo. Ojos azules. Voz profunda, de gran calidad sonora. Entramos juntos en la cafetería y me fijo en la funda alargada que le cruza la espalda. Su flauta, claro. También me fijo en dos chavalitas jóvenes que están tomando algo en una mesa y que se le quedan mirando de un modo muy primaveral. Nos colocamos en la mesa del fondo. Jorge Pardo deja la flauta a un lado de la mesa y pide un té verde y yo agua mineral sin hielo. La cafetería es tranquila, tiene estanterías con libros y macetas con flores, y de vez en cuando la máquina del café silba un estándar de jazz. Aparte de las dos chavalitas, el camarero y Jorge Pardo y yo, no hay nadie más. Cuanto más silencioso sea el ambiente mejor funciona mi grabadora. Antes de empezar le doy recuerdos de parte del guitarrista chileno Carlos Ledermann, que es amiguete de mis jefes y me han encargado que se los transmita, y Jorge Pardo sonríe y asiente con la cabeza. Maneras de romper el hielo. A continuación le cuento más en detalle el experimento literario jazzístico que me propongo hacer y, como vuelve a asentir con la cabeza, doy por firmado el clásico pacto que otorga al retratista plenos poderes y deja al sujeto retratado al, por así decir, albur de los hados, como quien dona su cuerpo a la ciencia.
De modo que primera pregunta:
—¿Cómo llevas esto de las entrevistas, cómo es tu relación con la prensa?
—Me gusta charlar. Te ayuda a profundizar, a adentrarte en ti mismo. Tener que explicar lo que haces te hace reflexionar sobre las cosas, tiene su pequeña utilidad. —La parte del diálogo que corresponde a Jorge Pardo, yo les pediría a ustedes que la lean muy–muy despacito, sopesando al máximo cada palabra antes de pasar a la siguiente, como si entre palabra y palabra hubiera unos puntos suspensivos, porque así es cómo habla él la mayor parte del tiempo. Sólo de manera esporádica le da por hilvanar una frase larga sin interrupción y entonces el efecto es el de una escala de notas ejecutada con el mismo virtuosismo con que toca la flauta. Seguimos—: Lo que sí da un poco de pudor es enfrentarte a lo que va a salir luego publicado, tanto si son intimidades como si es algo que has dicho en un momento dado, porque una cosa es cuando estás con un interlocutor enfrente de ti y, yo qué sé, a veces puedes coger confianza, pero otra cosa es cuando eso queda plasmado en un papel y de repente dices: «Hostia, ¿yo he dicho eso?» Y a lo mejor sí lo has dicho, pero a lo mejor lo has dicho con otra intención, o te das cuenta de que no lo deberías haber dicho.
—¿Alguna mala experiencia con algún periodista concreto?
—No, porque yo tampoco suelo ser demasiado irrespetuoso con nada, ni soy tajante en mis opiniones… —Sorbito de té—. Lo que sí pasa es que los periodistas a veces, muchas–muchas veces, para definir esa conversación que ha habido, usan un titular, y el titular suele ser… Parece que siempre se van a quedar con la frase más… impactante.
—El sensacionalismo.
—Exactamente. Y a lo mejor es verdad que yo he dicho eso y estoy de acuerdo con eso, pero si lo sacas de contexto suena de otra manera, suena como que yo he venido aquí a decir: «Me cago en éste», por ejemplo, y yo no he venido aquí a decir eso, o sea, sí, tú me has preguntado y yo he dicho «Me cago en éste», pero también he dicho muchas otras cosas más.
—Da miedo, ¿no? Al final nunca sabes en manos de quién te pones, hay mucho entrevistador malintencionado. —Que nadie vea ni un atisbo de cinismo por mi parte en este comentario.
—Sí, bueno, pero no, porque yo en ese sentido tengo una gran ventaja. Por mi condición de artista… conocido, vamos a decirlo así, pero no demasiado famoso, mi fama se limita al mundo… a los aficionados a la música, quizá un poco más allá, a los curiosos, dentro de la música, pero nunca a ese público generalista que no ha escuchado en su vida un disco de Paco de Lucía, pero sabe quién es, y eso sí que da miedo, ¿no?, porque te permite opinar sobre una persona que en realidad no conoces, ni sabes nada sobre su legado artístico… Es tan sumamente popular, que opinas: «Ah, Paco de Lucía, qué bien toca la guitarra», y no pasa nada. De ese público, todavía, yo estoy a salvo.
—¿Y crees que algún día…
—Sin duda, sí, porque yo ya tengo la perspectiva de muchos años y sé cómo son las cosas, y cuando yo ya no esté en este mundo, pues es muy probable que mi legado artístico quede aquí y entonces haya gente que se dedique a escribir, a usar mi obra, a usar mis opiniones…
—Y te da miedo.
—No, miedo no es la palabra. Todos somos humanos al fin y al cabo, todos erramos, y yo también es posible que me haya equivocado alguna vez con algún otro… No es una sensación agradable, pero, bueno, es igual.
A lo largo de toda la conversación pude comprobar que Jorge Pardo es un artista con una gran voluntad de exactitud en su discurso, quizá por eso vio con buenos ojos una entrevista en la que poder dedicarle a cada concepto el tiempo necesario hasta dar con el punto justo de aquilatado. Es más: al acabar la entrevista, me dijo que si me había quedado con alguna duda o de repente necesitaba consultarle algo, que le llamase en cualquier momento. Prefería volver a explicarme las cosas y evitar que algo importante pudiera salir publicado de manera incorrecta.
—¿En qué andas ahora mismo?
—Nunca me trazo planes, digamos: ahora un disco, ahora una gira… No. Siempre estoy haciendo disco, gira, tocando con uno, con otro, colaborando con éste, con el otro, siempre… Digamos: lo mío es una especie de marea de actividad. No atiendo ni al pasado ni al futuro, voy haciendo lo que se me presenta en cada momento, aunque, lógicamente, tengo mi calendario, pero intento que se organice todo de una manera lo más orgánica posible, y así siempre estoy haciendo un montón de cosas. Por ejemplo: hoy estoy con mi amigo Julián, que está presentando su nueva creación, aquí, en el Teatro Lara, y me ha pedido una colaboración con un tema —se trata de Julián Maeso, multiinstrumentista y compositor que estaba de gira con su segundo trabajo como solista y esa noche pasaba por Madrid—, y ahora, después de acabar contigo, me voy a hacer una sesión para mis grabaciones —imagino que no sería una sesión muy larga, la actuación de Julián Maeso estaba anunciada para las 22.00 horas—. Mi nuevo disco espero que para finales de año esté listo…
«Estábamos tocando en el Café Central. «Que Paco se ha muerto.» Lees el mensaje varias veces y estás todavía con la duda… No das crédito, ¿no? Hasta que ya empieza a haber un encadenamiento cada vez más constante de mensajes y…»
—¿No eres supersticioso a la hora de hablar de tus proyectos? Hay artistas que no sueltan prenda mientras no lo tienen todo bien rematado.
—No, porque en realidad esto mismo que te he dicho ahora te lo podía haber dicho hace un mes o hace tres o dentro de un año y medio, porque al día siguiente de acabar este disco me pondré con un disco nuevo. Yo estoy haciendo un disco siempre, entonces no tengo esa sensación de ahora estoy haciendo mi nueva gran creación —esto último lo dice sin grandes inflexiones de voz y no soy capaz de interpretarlo como una expresión de ironía respecto al asunto de la trascendencia artística, de hecho, un poco más arriba, cuando se ha referido a «su legado artístico», también parecía que hablaba en serio, así que me quedo con la copla para volver sobre el tema más adelante. Termina—: Mi forma de trabajar es sin solución de continuidad, o sea, no me da ni para tener supersticiones en ese sentido.
—Y antes de salir al escenario, ¿ahí tampoco tienes supersticiones?
—No, no, tampoco…
—¿No te pones nervioso antes de actuar?
—Hombre, siempre el hecho de tener que salir… Yo soy de tendencia… Tímido. Introvertido, diría. Luego es verdad que con el tiempo aprendes a vencer la timidez, la introversión, y al final vives en este mundo, y, bueno, sí me agrada el contacto con el público, aprendo mucho de la gente también, del mundo exterior, pero a veces resulta un poco traumático tener que salir del mundo de tus ideas, digamos, de tu cueva, de tus olores, de tus silencios, salir a la realidad, que es una cosa que tampoco se sabe muy bien lo que es, ¿no?, porque cada uno tiene la suya, su propia realidad. Por resumirlo un poco: no tengo un gran traumatismo con el hecho de salir al mundo exterior, pero, si por mí fuera y no tuviera ninguna obligación, me quedaría todo el día en mi casa y a ser posible tumbado.
—O sea: miedo escénico, cero.
—El escenario es el sitio del ritual, donde sucede una de las cosas más importantes que se dan en mi vida, que es el trance. Yo cuando toco, cuando hago música, para mí la sensación es de trance. Más que la necesidad esa del preciosismo, ese tener que buscar la filigrana nunca hecha, yo lo que busco es el trance. Me sumerjo en un mundo en el que todo lo cotidiano se desvanece, el tiempo, digamos, lineal, se desvanece, y el sentido del yo, los límites del yo, van desapareciendo, y hay un sentido… de trance, en el que las leyes son diferentes, ya no tienes la sensación de ser tú el que toma las decisiones… El punto de frontera entre un mundo y otro es el más traumático en cuanto a nerviosismo, cuando estás en el camerino con tus compañeros y alguien dice: «Cinco minutos», hostia, sí, en ese momento se te acelera el pulso, pero vamos, tampoco es que sea…
El miedo escénico de los músicos es un fenómeno que siempre me ha despertado un interés casi morboso. Paco de Lucía confesaba que a él, sobre todo al principio de su carrera, le temblaban las manos que era una tortura. Camarón de la Isla —«Un artista de elegancia transilvánica intimidado por los focos y las expectativas», decía Sergi Pàmies— antes de salir a cantar se quería morir con todas sus fuerzas y lo solucionaba como podía. Por poner un ejemplo más reciente: en el (muy decepcionante) documental Amy (Asif Kapadia, 2015), dice Amy Winehouse: «Sin drogas esto es un rollo». En fin, que tenía yo curiosidad por saber cómo funciona el tema éste en el caso particular de un músico de viento, porque si el nerviosismo te pone el ritmo cardíaco al límite del reventón, igual te puedes quedar sin capacidad pulmonar al primer soplido y luego tienes estar todo el rato cogiendo aire. Jorge Pardo, por suerte para él, no sufre este tipo de miedos, aún así, le pregunto por su capacidad pulmonar:
—¿Tú fumas?
—Soy fumador intermitente. Fumo dos años y luego a lo mejor puedo estar un año y medio sin fumar. Fumo tabaco aliñado. Y, hombre, bueno no es, pero tampoco es que la afección de fumar o no fumar sea grande, te hablo desde mi experiencia. Nunca he sentido que me afectaba como para verme obligado a dejarlo para siempre.
—¿Eres de los que se flagelan severamente después de una mala actuación? —No es difícil intuir la respuesta: si no sufres antes de los conciertos, lo coherente es no sufrir tampoco después.
—No suelo flagelarme por la actuación en sí misma, por haber fallado una nota, o una serie de notas en un momento importante. Hay actuaciones en las que te sientes peor, sí, pero me flagelo más bien en el sentido de: ¿por qué me ha podido pasar esto?, o sea, qué es lo que no he sabido hacer hace tres años para que ahora esto se me haya dado mal. Pero siento tanto gozo, entro tanto en trance cuando toco, que ya ese mismo sentido me impide pensar que he hecho algo mal. Si he hecho algo mal, es porque ha tenido que ser así.
—¿No te da vértigo dejarlo todo en manos de la improvisación? —la pregunta me sale de manera automática, casi sin pensar, aunque también tiene su lógica: ese estado de trance del que me habla Jorge Pardo y la improvisación no me parecen conceptos precisamente lejanos, pero él se queda un momento callado, como si: «¿Y quién te dice a ti que lo deje yo todo en manos de la improvisación?»
—Hay mucho mito respecto a la improvisación en el jazz, mucho tópico. Podríamos decir que el jazz es una música que se presta a esa terminología de lo repentizante, de lo que sucede ahora y ya no vuelve a suceder nunca de la misma manera. El jazz es una música en la que ocurre eso, pero el flamenco también, esa impronta del momento, esa repentización brutal, lo que pasa es que técnicamente… Se ha creado mucho tópico respecto a la improvisación continua en el jazz… Mira, éste es un axioma que valdría para todas las actividades en la vida: cuanta más libertad quieres crear a tu alrededor, más orden necesitas, y más sabiduría. La libertad no es un bien que puedas consumir por el hecho de simplemente desearlo y que te sea entregado. Para usar la libertad y que sea gozosa y no se convierta en una llamarada de un solo día, hay que tener un gran conocimiento. —¿Y esto es inspiración, partitura?, me digo mientras le escucho—. Estoy hablando de improvisar y sentirte libre dentro de una música.
—¿Cuántas horas al día dedicas a ensayar o a estudiar?
—Veinticuatro.
—¿Duermes bien?
—A ratos. O sea, no duermo mal, pero también me quitan el sueño muchas cosas, claro. Las relaciones humanas…
—Sobre Camarón y Paco de Lucía supongo que estarás cansadísimo de que todo el mundo te pregunte constantemente.
—Hombre, son gente de mi familia, podríamos decir. Entiendo que son personajes que la sociedad reclama y tienes que explicar, dar detalles, puesto que has estado cerca de ellos… No es que se me llene la boca: «Camarón, tal, yo he estado con Camarón», más bien… No. Y si no me preguntas, pues pasamos de puntillas, pero esa curiosidad de la sociedad yo tampoco la rehuyo, así que adelante: si quieres saber algo, aquí estoy.
«Si hubiera vivido más tiempo, seguramente se hubieran dado las condiciones, no sé si para hacer de nuevo una historia como aquello, porque aquello duró veinte años, ¿no?, aquella relación musical, y además quedó resuelto y hubo un porqué. Intentar, por cojones, imitar esos momentos, pues no tiene mucho sentido. Pero es probable que algunos conciertos sí hubiéramos dado»
—En realidad es posible que ya esté todo dicho. Lo más interesante siempre son las historias inconfesables, esas que tanto molesta a los familiares que se hagan públicas. Seguramente a ellos, a Camarón, a Paco de Lucía, si estuvieran vivos, no les importaría ni lo más mínimo que se supieran, pero los familiares…
—A veces es difícil… De hecho, cuando salió la película de Camarón pensé: «Joder, cómo hacen una película de un artista que ha muerto hace tan poco y que la mayoría de la gente de su alrededor está viva», quiero decir: cómo vas a tener un mínimo espíritu objetivo, o crítico, sin que alguno de todos estos se te ofenda. —Se refiere a la película de Jaime Chávarri, con el actor Óscar Jaenada en el papel de Camarón, película que yo no he visto y el único comentario sincero que puedo aportar es que nadie me ha hablado bien de ella, nadie cuyo criterio cinematográfico yo más o menos respete—. Y estoy de acuerdo —Jorge Pardo sigue con su fraseo de clímax sostenido y templado—, la mayoría de las cosas más simpáticas, o más… angulosas de la vida de cualquier persona son las que realmente no se pueden decir en público, y a veces ni en privado. Al final todos tenemos ese lado… Haces tus travesuras, te permites tus licencias cuando nadie te ve o cuando estás un poco ido de la cabeza. Todos tenemos ese lado inconfesable, por eso nos provoca tanto interés cuando se trata de personajes de este tamaño.
—¿Cómo te enteraste de la muerte de Paco de Lucía?
—Un mensaje en el teléfono, por la mañana. No sé si Carles Benavent o un colega cercano. Esos días estábamos tocando en el Café Central. «Que Paco se ha muerto.» Lees el mensaje varias veces y estás todavía con la duda… No das crédito, ¿no? Hasta que ya empieza a haber un encadenamiento cada vez más constante de mensajes y te das cuenta: «Hostia, se nos ha ido».
—¿Y la sensación…
—Yo lo que pasa es que para las cosas de la muerte… Ese sentido trágico de la vida no… Y la muerte no me da ningún miedo, o sea, ¿la muerte?: aquí estoy yo, ¿cuándo hay que ir? Aquí estamos todos de paso. Un día estás aquí y de repente no importa la edad que tengas, ni la salud… Te quiero decir: es un palo, claro, se te va un colega, y sientes el vacío…
—Ahora ya es imposible saberlo, claro, ya no está, pero ¿crees que habrías vuelto a trabajar con él?
—Ay, qué pregunta…
—Completamente absurda.
—Sí, es quizá absurda, no tiene casi contestación, o no importa la contestación que tenga, pero es curioso que… Paco y yo tuvimos un tiempo de muy poca comunicación en los últimos años, debido… pues a las cosas, ¿no? La banda que teníamos, el sexteto… Paco es… —Le da un color peculiar que a veces hable de Paco de Lucía en presente—. Su actividad es febril, la mía también, no coincidimos de una manera natural durante un tiempo. Él es una persona que, si puedo escaquearme de ir a tal sitio, pues no voy, y si puedo quedarme en casa, me quedo en casa, y si es posible que el teléfono no suene mucho, pues mejor. Así que, como yo soy consciente de eso, y yo también soy así, pues durante todo ese tiempo… Yo soy de los que, si no hay necesidad… No soy de: «¡Qué pasa, Paco, cómo estás!», entonces pues hemos pasado un… Hasta que una conversación relativamente reciente: «¡Joder, Bodega!», él me llamaba Bodega, «¡Joder, Bodega, qué pasa que no nos hablamos!» Y yo: «Pues, joder, Paco, ya sabes cómo son estas cosas, tal, pero yo te quiero igual». «¡Pues yo también, si nosotros somos familia, Bodega!» «Si ya lo sé, Paco, tal». Luego se produjeron dos o tres conversaciones más a lo largo de ese año, que acabaría siendo el último de su vida… Y un día, yo estaba en México, haciendo unos conciertos, al lado de la casa donde al final se nos marchó, en Yucatán, y pues me invitó a comer. «Vente pa’casa, Bodega, que sé que andas por aquí, no sé qué, tal, y hacemos de comer y charlamos». —Aquí ya no puedo evitar interrumpirle para preguntar de dónde viene lo de Bodega, pero lo cuento más adelante para no romper el ritmo—. Estuvimos hablando de muchas cosas, estuvimos todo el día, fue una conversación extendida. Y sí que hubo… No sé si hubiera sido realizable, ahí se queda, pero sí había una nostalgia, de su parte, porque yo no soy muy nostálgico para estas cosas, esa nostalgia de… «Bodega, tenemos que hacer el Vejestorio Sextet», el Vejestorio Sextet, decía. Las Chicas de Oro, decía: «Tenemos que hacer Las Chicas de Oro». «Quién sabe, Paco, lo mismo algún día, ¿por qué no?» Si hubiera vivido más tiempo, seguramente se hubieran dado las condiciones, no sé si para hacer de nuevo una historia como aquello, porque aquello duró veinte años, ¿no?, aquella relación musical, y además quedó resuelto y hubo un porqué. Intentar, por cojones, imitar esos momentos, pues no tiene mucho sentido. Pero es probable que algunos conciertos sí hubiéramos dado.
En el documental Paco de Lucía. La Búsqueda, que se estrenó a finales de 2014 y que está dirigido por Francisco Sánchez Varela, hijo del guitarrista, hay un momento en el que aparece Jorge Pardo y hace un comentario sobre la disolución del sexteto, y en efecto: ni rastro de nostalgia. Para Jorge Pardo recordar no significa echar de menos algo bueno que perdiste, sino dar las gracias porque lo pudiste disfrutar. A partir de ahí, ya hemos dicho que su atención no está puesta en otro sitio que en el presente, por eso también resulta coherente su respuesta cuando le pregunto por el documental:
—Que me disculpe Curro, no he visto el documental, pero es que el documental lo llevo yo dentro.
—No, claro, en ese sentido…
—Lo veré algún día, no digo tampoco que no lo vaya a ver nunca, pero de momento, las oportunidades que he tenido de verlo he preferido no aprovecharlas, o a lo mejor estaba yo solo en casa y, pues cómo voy a ponerme a ver eso en casa yo solo. Algún día, cuando cuadre, con mis colegas, lo pondré y soltaré unas lágrimas, sonreiré…
Lo de Bodega, la historia del alias.
—¿Por qué Bodega?
—Eso viene de Ramón, el hermano de Paco, Ramón de Algeciras. Viene de muy al principio. Los flamencos son muy aficionados a poner motes y, bueno, es una historia un poco larga, quizá otro día te la cuente.
«Que me disculpe Curro, no he visto el documental, pero es que el documental lo llevo yo dentro»
—Una historia inconfesable.
—No, inconfesable no. Inconfesable no, pero no sé si tenemos tiempo…
—¿No puedes hacerme un resumen?
—Bueno, venga.
Días después de la entrevista, estuve una tarde dando vueltas por Internet para documentarme con el debido rigor sobre la figura de Jorge Pardo: entrevistas antiguas, reseñas de conciertos, Wikipedia, la propia web de Jorge Pardo: jorgepardo.com, etc, y descubrí que la historia del origen del mote ya circulaba por ahí, y tampoco era tan larga, o sea que no era un tema de tiempo, sino de pereza: es un rollo muy molesto tener que estar repitiendo las cosas una y otra vez, y también agota bastante comprobar que los entrevistadores no se documentan debidamente para las entrevistas.
—No sé si fue en el segundo o en el tercer concierto que hacía con Paco, en Europa, no recuerdo en qué ciudad, París, creo. Los cáterings de los conciertos en aquella época eran superespléndidos, aparte de que se podía fumar en todos lados, en el teatro, en el camerino, y se podía consumir alcohol. Allí había de todo: salmón ahumado… Eran unos cáterings que últimamente no… Total, que no sé por qué en aquel concierto me sentí… no me sentí bien, me sentí mareado. Y no tenía remedio. No teníamos mucha confianza, ya digo que sería el segundo concierto, no nos conocíamos mucho, habíamos estado algunas tardes juntos, pero no… Entonces Ramón, que es un andaluz muy gracioso pero muy rancio también, muy revenido, pues también por la época que le tocó vivir, ¿no?, de repente, muy desconfiado, vio que había una botella de whisky que estaba medio vacía. El bajista que venía con nosotros le pegaba a la bebida que era una cosa… Pero el que se mareó fui yo. Ramón me vio mareado, faltaba media botella, ya está: Bodega. «Eres un Bodega.» Hasta que se convenció de que yo no… Entre mis múltiples defectos no está el de ser un gran bebedor de alcohol. Bebo alcohol como todo el mundo, mi vino y mi cerveza y alguna cosa así más fuerte en alguna fiesta, pero ahí se queda todo, ¿no? Así que el otro se bebió la botella y yo me quedé con el mote, así pasan aquí las cosas.
Coincide con la versión que ya circulaba en Internet.
Pequeño alegato antes de seguir. Como entrevistador cachorro que soy, encuentro que a veces puede ser más interesante abordar el proceso de documentación una vez hecha la entrevista, no antes. Ventajas: cuantas más cosas ignores sobre el personaje que vas a entrevistar, menos prejuicios llevarás encima, las impresiones que llegues a obtener serán de primera mano, y menor será también el riesgo de pasarte toda la entrevista demostrándole al personaje lo bien que te sabes su propia vida, y le dejarás hablar a él. Inconvenientes: en el proceso de documentación siempre surge alguna pregunta de vital importancia que, si ya no vas a volver a tener a tiro al personaje —yo sospecho que no todos los personajes tienen el don de la accesibilidad de Jorge Pardo—, pues eso, que te puedes perder alguna respuesta importante. Obviamente, me refiero a las entrevistas que, con más o menos carga literaria, tienen como destino aparecer publicadas en algún medio escrito. Las entrevistas en radio y televisión imagino que funcionan de manera inasequible a mis estrategias.
Comentamos la película de Isaki Lacuesta y la grabación de La leyenda del tiempo de Camarón y eso me da pie a preguntarle sobre la trascendencia artística.
—No soy en ese sentido excesivamente… Sí, miro para atrás y digo: «Joder, pues qué de cosas he hecho, qué momentos más increíbles he vivido», pero tampoco tienen, digamos, peso suficiente como para eclipsar los momentos que voy a vivir hoy. O sea: cuando me preguntan: «¿Cómo era Camarón?, ¿cómo fue el primer día con él?» Pues sí, es verdad, pero yo lo viví con toda naturalidad. La primera vez que toqué con Paco, por ejemplo, él era ya un personaje famoso, no tanto como ahora, pero muy famoso, y yo no decía: «Hostia, Paco de Lucía, voy a tocar con Paco de Lucía». No, no se me cortaba la respiración. Era Paco, un guitarrista que te cagas, ya está. Y con Camarón, paseábamos por estas calles y nadie nos paraba para pedirnos autógrafos… A los que os gusta toda esa parafernalia, me tenéis que disculpar, pero para mí han sido cosas normales, tan normales como lo que voy a hacer esta noche. ¿Quién te dice a ti que lo de esta noche… Porque, además, todas estas cosas siempre son vistas con el tiempo. En el momento en que vives las cosas importantes no tienes la sensación de que sean importantes, son cosas que estás haciendo con gusto, ya está, y después es el tiempo…
—Entonces, ¿esa idea de la trascendencia…
—Pensar en eso es baldío. A lo mejor piensas que algo no va a ser trascendente y… Ahí está La leyenda del tiempo. En aquella época hicimos también unas actuaciones con Camarón, algunas de ellas en televisión, están grabadas, y tocábamos su repertorio anterior: Canastera, Las alegrías de La Perla, los tangos de no sé qué, un repertorio flamenco, por así decir, y cuando sucedió lo de La leyenda del tiempo, pues aquello era tan caótico y tan… extravagante, o… cómo decirlo para no usar esa expresión. Allí no tenías la sensación de que aquello iba a ser la hostia. De hecho, acabó la grabación y se hizo una actuación, una, solamente, y no pasó nada. Y fíjate veinte años después: de Las alegrías de La Perla no se acuerda nadie, bueno, nadie, te quiero decir, pero si alguna obra es trascendente de Camarón es La leyenda del tiempo, tócate los cojones. O sea, al final tú haces las cosas y luego lo que la gente hace con tus cosas es imprevisible. A lo mejor piensas: «Ya verás, este disco va a ser la hostia», y te lo comes, y un día haces un tema que se te ocurre de cualquier manera y piensas que es insignificante y de repente hay veinte parejas que se enamoran, y en este caso, en este ejemplo que he puesto, el efecto es bonito, pero a lo mejor en otros casos puede ser el efecto contrario.
—Hombre, la música no creo yo que sea capaz de provocar divorcios.
—A lo mejor sí, quién sabe. Ahí está el caso de Jesucristo: el legado que dejó fue un mensaje de amor, y luego ha habido gente que ha utilizado ese mensaje para matar a otra gente, y para eso casi mejor que no hubiera dicho nada, ¿no? Por eso digo que es mejor no pensar en eso. A mí, como artista, me mueve la emoción, me mueve una cierta responsabilidad de hacer algo con el legado que he recibido, y eso me obliga a dar pasos adelante y hacer música, subirme a un escenario, crear emociones. Luego lo que ocurra con todo eso, pues yo qué sé, que sea lo que sea.
Un paréntesis aquí.
Gracias a la web oficial del festival Suma Flamenca me enteré de que Jorge Pardo actuaba el mes siguiente, 26 de junio, viernes, en el Teatro Fernando de Rojas, Círculo de Bellas Artes, Madrid. El cartel lo completaban Pepe Habichuela y Josemi Carmona (guitarras), Bandolero (percusión) y Pablo Báez (contrabajo). Se trataba de un espectáculo que se llama Flamenco Universal y que se estrenó el 3 de noviembre de 2014 en el Théâtre Maison de l’UNESCO, París, y resulta que, además de flamenco y jazz, también incluye baile, pero la web del festival Suma Flamenca no aportaba ningún nombre de bailaor/bailaora. Tuve un presentimiento. Y acerté: busqué las crónicas del 3 de noviembre y allí estaba ella: Paloma Fantova bailó para el mundo en el Théâtre de l’UNESCO. Supuse que su nombre no aparecía en la web de la Suma Flamenca porque igual para el 26 de junio ya tenía ella otro compromiso previo y a lo mejor estaban buscando sustituta. Estuve a puntito de llamar a Jorge Pardo en ese mismo momento para preguntárselo, y también pensé que podía aprovechar para cotillear alguna cosa sobre ella —soy fan, los que me conocen lo saben—, sin embargo, por motivos que quizá más adelante puedan ustedes entender si siguen leyendo, preferí no incordiarle. Pedí a mis jefes que me consiguieran ellos esa información indispensable y poco después supe que el baile no lo pondría Paloma Fantova, sino alguien llamado Karen Lugo.
De modo que yo no pensaba ir al concierto, al menos no en calidad de retratista, mi idea inicial era tener este retrato listo para bastante antes del 26 de junio, pero al final acabé en el Círculo de Bellas Artes y, como el retrato todavía seguía fresco —y esto se podrá entender también más adelante—, puedo calzar ahora un par de notas coloristas que apunté en mi cuaderno.
«Y ahora quiero presentarles a nuestro “cantaor” preferido de los flamencos», dijo el guitarrista Pepe Habichuela, y apareció Jorge Pardo flauta en mano en el escenario. Indumentaria oscura: americana entalladita, camisa por fuera del pantalón y botines chulos, y la melena suelta, a ras de coxis. Una elegancia muy transilvánica también. Que Pepe Habichuela se refiriese a él como “cantaor” no es gratuito, y el programa de mano que repartieron los acomodadores así lo corrobora: «vientos que cantan hondo», pero el quejío de la flauta de Jorge Pardo, por camaronero que pueda resultar, es más radiante que atormentado. Yo hasta entonces sólo le había visto en directo una vez, hace dos años, en la Sala Galileo, y recuerdo que me gustó, pero aquello fue un concierto solidario para Médicos del Mundo y actuaron muchos músicos y Jorge Pardo creo que necesita más espacio para desplegar su atmósfera en toda su dimensión, porque eso es lo que él hace con la flauta: construye atmósferas multicolores que de repente destroza de un hachazo para a continuación volverlas a construir. Jorge Pardo respira por su flauta, y lo que respira es conciliación, celebración de la vida, hay un optimismo en su música que consigue convencerte de que el mundo puede ser bonito y que es posible disfrutarlo. Fue un gran concierto. Pepe Habichuela ofreció una amplia muestra de su maestría al toque, la bailaora Karen Lugo —su nombre, por cierto, tampoco aparece en el programa de mano del festival— me transportó con sus posturitas gamberras a territorios de fantasías bastante adúlteras —tranqui, Paloma— y Jorge Pardo, con flauta y saxofón, me volvió a explicar su filosofía de la vida, con un dandismo sereno y sin sitio para amarguras ni autocompasiones. ¿Parecía Jorge Pardo en paz con el pasado y el futuro? Lo parecía. ¿Alcanzó el ansiado estado de trance en el escenario? Habría que preguntarle a él, pero yo díría que sí. ¿Algún indicio de nerviosismo, miedo escénico? Al principio de su actuación dijo que estaba un poco nervioso porque «no siempre tiene uno la suerte de que el gran Pepe Habichuela te presente en un concierto», pero no dio la impresión de que su capacidad pulmonar se viera muy afectada.
Y después de este flash–forward que me ha servido para darle a la cosa un ligero aire cubista, retomo el hilo de las preguntas. En realidad las más importantes ya están formuladas y respondidas, sólo quedan los últimos toques y algún adorno más o menos barroco:
—¿Te queda algún sueño por cumplir?
—Por supuesto. El sueño por cumplir es hoy mismo, lo que está sucediendo ahora mismo, ése es el sueño más importante siempre. No tengo ningún ansia de futuro, esa, digamos, ansiedad que se da en muchos artistas de la farándula: «Me gustaría tocar en Los Ángeles, en el teatro no sé qué», o: «Me gustaría colaborar con Fulanito, me gustaría que Mozart se reencarnara y hacer un disco con él». Para nada. Yo sólo me planteo las cosas cotidianas mías.
—Lo de Mozart parece bastante improbable, pero ¿y si se presenta un día Rihanna, por ejemplo? Viene Rihanna y te dice: «Jorge, quiero trabajar contigo».
—Ah, pues bienvenida sea, claro.
—Claro.
—Bienvenida sea Rihanna… O si de repente estoy yo haciendo un día un tema y pienso: «Hostia, este tema, igual Rihanna podría encajar bien aquí», entonces sí, busco la manera de… Pero nunca me planteo este tipo de cosas como una meta. Lo mío nunca es: me levanto un día y voy a ver si puedo hacer algo con Rihanna. No. Si surge pues surge, ¿con Rihanna?, fenomenal, pero si no, ya surgirá con otro.
—¿Con Vicente Amigo has trabajado alguna vez?
—No.
—Y, ¿cómo lo verías?
De todas las preguntas, ésta es a la que dedica más tiempo para meditar antes de responder, y me llama la atención que arranque con una construcción sintáctica tan a la defensiva:
—No voy a hablar… no voy a hablar de un colega como Vicente, que me parece un tío genial… tocando la guitarra, pero, con toda sinceridad, no es de mi…
—¿No?
—Hombre, si de repente cuadra, o una noche coincido en un sitio: «Hombre, qué pasa, Vicente»… Pero las cosas tienen que suceder por algo y, hoy por hoy, no creo que Vicente piense en mí, ni yo tampoco pienso en Vicente, más allá de que es un artista al que puedes ver siempre con respeto, incluso puedes admirar su música, puedes seguir su carrera. Pero no creo que esté en nuestras respectivas agendas íntimas la idea de… El hecho de que no hayamos coincidido nunca, viviendo los dos en el mismo país y dedicándonos a lo mismo, a lo mejor ya debería decirte algo. Fíjate, yo he tocado con cantidad de gente… —y me empieza a decir un montón de nombres de guitarristas flamencos, casi da la impresión de que están todos menos Vicente Amigo. Si yo fuera un entrevistador malintencionado, ahora mismo me podría sacar de la manga un titular de lo más sensacionalista: «Jorge Pardo prefiere trabajar con cualquiera, incluso con Rihanna, antes que con Vicente Amigo», pero, aparte de malintencionado, seguramente sería incierto, porque todo esto Jorge Pardo me lo manifestó con toda normalidad y es imposible descifrar si ha habido algún lío raro entre ellos o no.
Lo de Vicente Amigo se lo sugerí porque a mí a veces me gusta imaginar combinaciones más o menos extravagantes de artistas que, de algún modo, estén en sintonía con las extravagancias de mi propio paladar, aunque, en este caso concreto, tampoco me parece tan descabellado imaginárselos a los dos en el mismo escenario, yo creo que encajarían a la perfección, y ya si fuésemos capaces de montar un trío con la negrita de moda: Jorge Pardo, Vicente Amigo y Rihanna, pues sería como parar echarse a temblar el mundo.
Por zanjar el tema de manera amigable y pasar a otra cosa:
—Bueno, nunca se sabe, ¿no?
—Nunca se sabe.
—A los premios, ¿qué importancia les das? —Ya lo sé: ¿alguien conoce algún artista que diga públicamente que hace lo que hace para que le den premios?, pero siempre es una pregunta que se agradece.
—Pues, mira, ayer o antes de ayer me han dado otro. —En efecto: según Internet, el 11 de mayo se celebró en algún lugar de Madrid la ceremonia de entrega de los Premios de la Música Independiente 2015. Vetusta Morla, el rapero Rayden y El Canijo de Jerez fueron algunos de los premiados. Jorge Pardo fue distinguido con el Premio al Mejor Álbum de Jazz y Músicas Contemporáneas. Apura su té y sigue—: No sé cómo decirte, con los premios parece que si no te alegras mucho es que eres un agrio, pero yo no hago nada pensando en que me van a dar un premio, la verdad.
—El de la Academia Francesa de Jazz te lo dio Victoria Abril.
—Me lo entregó —corrige.
—Te lo entregó —ciertamente, hay una diferencia. Fue en el Théâtre du Chàtelet, París—. ¿Qué tal con ella?
—Victoria es una mujer espléndida en todos los sentidos, una artista con muchas dimensiones, más allá de lo que se ve en pantalla, tiene una inquietud, un aplomo, una… terrenalidad increíble que excede su figura más divinoide del celuloide, valga la mala rima.
Victoria Abril es uno de mis grandes mitos eróticos de la infancia, no puedo evitar que algunas imágenes me vengan a la mente.
Comentamos la idiosincrasia de ciertos premios supuestamente prestigiosos —días antes le habían concedido el Premio Princesa de Asturias de las Artes a Francis Ford Coppola—, premios que, más que glorificar el talento o la aportación de un determinado artista a la Humanidad, permítanme la ingenuidad, parece que vienen a dar la puntilla a su trayectoria. Puede que la idea sea también la siguiente: cuanto más anciano sea el artista premiado, menos tiempo le quedará para echar por tierra el prestigio de la institución que concede el galardón. Ponte tú que a un señor premiado con el Nobel de Literatura, por ejemplo, le da un día por concursar en un reality tipo Gran Hermano, a lo mejor algún miembro de la Academia sueca lo puede interpretar como una mancha para el Premio, aunque, a la velocidad que van las cosas, no creo yo que falte mucho para que veamos entrar en la casa de Guadalix al gran gurú de nuestra civilización del espectáculo, don Mario Vargas Llosa, y no pasará nada. Así que aquí estoy yo también, a ver si un día alguien de algún cásting se fija en mí de una vez. Por eso le pregunto:
—¿Tú te ves concursando en Gran Hermano?
Me sorprende lo en serio que se toma la pregunta.
—He visto a tanta gente decir: «Yo jamás haré tal cosa», y a los dos años lo estaban haciendo, que me da mucho pudor decir que no a nada. Pero, como tú has dicho antes con lo otro, es bastante improbable. No me interesa eso para nada. —Es decir: mensaje para los señores miembros del jurado, para todos los jurados de todos los premios con algún prestigio de este mundo: Jorge Pardo es vuestro hombre: aparte de su talento artístico, encarna todos los valores humanos que a ustedes les gusta premiar, y si todavía le queda a alguien alguna duda, lean lo que opina Jorge Pardo sobre esa cosa llamada dinero, valor humano por excelencia—: El dinero puede ser llamativo, a todos nos hace falta, no quiero parecer un frívolo, y si está en el camino, el dinero… quiero decir: el billete gordo, si se presenta, pues bueno, vas y lo coges. Ahora, perseguir el billete gordo, no digo el dinero, el dinero honrado, digamos, para comer, que ése te lo tienes que currar todos los días, no, digo el billete gordo… Nunca he ansiado el billete gordo, pegar un buen pellizco en algo… Ni siquiera con un disco: «A ver si este disco triunfa y vendo ahora cuatrocientos millones». Pues bueno, a ver si el Real Madrid gana sentado en la silla la Copa de Europa.
—Eres del Madrid.
—Sí, claro.
—Pues hoy no estarás muy…
—Ya. —El día anterior a esta entrevista un equipo italiano llamado Juventus de Turín había dejado al Real Madrid fuera de la Champions en semifinales—. Bueno, tampoco te creas que soy un gran forofo, soy aficionado. Lo que te quiero decir es que, si está fácil de llevárselo, el billete gordo, pues sí, pero si tienes que pisar la cabeza de uno, machacar al otro, irte a la Luna, volver… Para eso me quedo en mi casa tranquilamente. Mis maestros siempre han sido gente que ha actuado de esta otra manera, y a unos les ha venido, a otros no, a otros les ha venido tarde. A Paco le sonrió la fortuna desde bien temprano, le fue relativamente fácil… El dinero, sin ser un objetivo en su vida, le vino a la mano. Camarón es otro ejemplo, pero con diferente suerte. También lo ha tenido fácil… Era otra mentalidad, a Camarón lo mismo que le ha venido se le ha ido, y cuando ha querido disfrutarlo o lo ha necesitado, no lo ha tenido, aunque nunca le ha faltado… A él nunca le faltó tampoco, lo tuvo siempre a mano. Chick Corea o gente así que puedas decir que han triunfado, que han ganado dinero, nunca lo han tenido como objetivo. Y a mí… Yo nunca he hecho acopio ni he tenido ese empeño, a pesar de que se me ha tentado. Y no es falsa humildad ni espíritu timorato, me parece que hay otras cosas más ricas que el dinero.
Llevamos más de una hora hablando, la cafetería se ha ido llenando de gente y los silbidos de la cafetera están pasando del jazz al soul y yo tengo que pensar en mi pobre grabadora, así que decido que es hora de ir abreviando:
—En tu tiempo libre, ¿qué haces para divertirte?
—Soy muy aburrido yo, soy muy aburrido… —coge aire y resopla sostenidamente—. Soy muy aburrido. —Inventar estribillos pegadizos es un arte.
—¿Te gusta el cine, leer?
—El cine esporádicamente. Leer… Me gusta la filosofía. Las ciencias ocultas es un género al que dedico bastante tiempo, pero siempre relacionado con historias mías de la música. —¿Se puede ser aficionado a las ciencias ocultas y no ser supersticioso? Parece que sí. Lo digo porque al principio de la entrevista, aunque comprendo que ninguno de ustedes se acuerde, le pregunté si tenía alguna superstición. En cualquier caso, éste es el estándar de jazz que resume toda esta cosa: para el músico todo es música, hasta la literatura, igual que para el escritor la música no es más que otro tema para escribir.
—¿Y los animales? ¿Tienes perro, gato?
—Sí, siempre ha habido perros en casa, no puedo ocuparme mucho, pero sí disfruto de ellos. Y gatos también, y ratones, ahora tenemos un ratón en casa.
—¿Un hámster?
—Un ratón, un ratoncito de estos chiquititos de campo. Yo vivo en una casa que no está en la ciudad, y un día nos dimos cuenta de que había un individuo que no pagaba alquiler y poco a poco fue cogiendo confianza y ya corría por allí con nosotros delante, y entonces fue mi hijo con un tupperware, lo acorraló y lo capturó vivo. Y, claro, si ves tú la conversación en casa… No lo íbamos a matar, es un intruso, claro, pero lo ves ahí, tan chiquitito, y en realidad no nos ha hecho nada, ¿cómo lo vas a… —Bram Stoker hippy—. Mi hijo lo soltó. Luego lo volvimos a capturar, porque esto ya sabes lo que tiene, les das la mano y te cogen el codo, y empezó a subir al piso de arriba y un día me comió unas chocolatinas que tenía yo, y otro día lo vi en mi cama. Así que lo volvimos a capturar, cogimos el coche y lo llevamos a unas casas que hay por allí, que se busque la vida, ¿no?, ya está bien. Al día siguiente estaba allí otra vez. Así que ahí vive con nosotros, en libertad. Se le ve muy aseado al muchacho.
«Si está fácil de llevárselo, el billete gordo, pues sí, pero si tienes que pisar la cabeza de uno, machacar al otro, irte a la Luna, volver… Para eso me quedo en mi casa tranquilamente»
—Entonces los toros no te gustarán mucho, ¿no? Las corridas de toros.
—Para eso no soy pusilánime, fíjate. Tampoco es que sea un gran aficionado, pero puedo reconocer que ahí hay una pasión irrefrenable, probablemente irracional, y a lo mejor puede parecer abominable en un momento dado, igual que puede haber también un romance tormentoso entre un hombre y una mujer, una historia que desde fuera se vea nefasta y no se comprenda —mientras le escucho decir esto me viene a la cabeza otra vez Rihanna y su relación a palo limpio con Chris Brown—, y tú los ves y dices: «¡Pero estos dos cómo pueden estar juntos!». Pero hay que dejarlos, es una pasión que hay que vivirla. Es como si… Te voy a poner un ejemplo, pero esto que no salga —y señala con el dedo mi grabadora—. Prométemelo.
El ejemplo que me pone es una historia basada en hechos reales, una anécdota de lo más cachonda, de ésas que hacen que leer una entrevista larga hasta el final merezca verdaderamente la pena, pero una promesa es una promesa. En realidad fueron dos promesas, porque luego me contó otra anécdota también muy cachonda y también basada en hechos reales y me volvió a señalar la grabadora:
—Esto tampoco lo escribas.
Por si les sirve de algo, sepan que me ha costado mucho morderme la lengua para no traicionar a nuestro jazzman.
Y al despedirnos me dice eso de:
—Si tienes cualquier duda o hay algo que quieras completar: «Oye, Jorge, que no te he preguntado esto, tal», puedes llamarme cuando quieras.
Ante semejante muestra de atención inaudita por parte de un entrevistado, un entrevistador no tiene más remedio que dar una respuesta en consonancia:
—Te tomo la palabra —y le di las gracias.
Y en efecto, a la semana siguiente hubo algo que necesité consultarle y le llamé y me cogió el teléfono a la primera. Era mediodía, pero nuestra estrella del jazz ya estaba en su estudio.
—Me gustaría saber cuál es tu nombre completo —le digo.
—Ah.
—He estado buscando en Internet y no encuentro tu segundo apellido por ninguna parte.
Y Jorge Pardo me dice su segundo apellido, pero a continuación:
—¿Es necesario que aparezca ese dato en la entrevista? —me pregunta, y entonces a mi hipersensible radar especializado en detectar los excesos de celo del personal se le enciende la lucecita roja.
—Es por dar la información completa —digo—, una pincelada más del retrato.
—Vale, pero es un retrato, no mi documento nacional de identidad. Y será un retrato de mi lado artístico, ¿no?, porque tampoco te he hablado de mi familia.
—Bueno, me hablaste de tus hijos, no sé si te acuerdas. —Me habló de sus hijos, y de algún miembro más de su familia, aparte del ratón, pero esos párrafos, como podrán ustedes comprender, han sido convenientemente omitidos. En fin, a pesar de todo creo que estuve ágil de reflejos para analizar la situación y responder como correspondía en ese momento. Dije—: Si te incomoda por el motivo que sea no lo pongo, faltaría más.
—No es que me incomode, para nada, pero tampoco lo encuentro necesario. Es sólo que yo soy conocido en la música como Jorge Pardo, y, bueno, el hecho de que hayas tenido que buscar el dato en Internet y aún así no lo hayas encontrado, ¿no debería decirte algo?
Aquí me pareció ver una rendija por la que colarme:
—Por esa regla de tres —dije yo también muy despacio, midiendo mis palabras—, si sólo voy a poder contar lo que ya viene en Internet, entonces no habría sido necesario hacerte perder media tarde hablando conmigo.
—Bueno, eso tampoco creo que sea exactamente así —pese a las resonancias hiphoperas que iba tomando el diálogo, en su voz quise apreciar más decepción que hostilidad—. Si esto se trata de poner el foco en el aspecto artístico, ahí las cosas siempre es interesante hablarlas. Lo que no termino de entender es que mi apellido sea un dato de vital importancia para ti.
—Hombre, tanto como de vital importancia no, aunque, viendo tus reticencias, sí que me lo está empezando a parecer —esto juro que lo dije con voluntad de broma inocente, para acercar posturas, pero, en vista del silencio que obtuve como respuesta, me vi obligado a añadir—: Si nos trabamos así por un simple segundo apellido a lo mejor sería conveniente que le echases un ojo a todo el retrato antes de que salga publicado.
—No creo que sea necesario, ¿no?, yo tengo total confianza…
—Ya está casi terminado, le faltan los últimos toques, y está hecho desde el cariño, la admiración y la buena fe.
—Bueno, con eso ya contaba yo, aunque si has necesitado subrayarlo ahora ya no sé si empezar a preocuparme…
Resumiendo: alguien más experto que yo en estas situaciones fuera de micrófono seguramente habría sabido apañárselas para acabar publicando la exclusiva, en cambio yo me rendí sin apenas plantear batalla y me despedí prometiéndole que bajo ningún concepto desvelaría su segundo apellido.
La conversación telefónica me dejó un sabor de boca raro. Por un lado me sentía culpable por si mi llamada le había podido espantar las musas —a mí una discusión inoportuna puede arruinarme perfectamente un día entero de trabajo—, y de ahí que para el asunto de Paloma Fantova ya no me atreviera a llamarle. Y, por otro lado, acababa de comprobar una vez más que el retrato en prosa no es un género tan sencillo como quizá pueda parecer. El personaje retratado quiere salir siempre guapo y sin arrugas, y más desde que el Photoshop llegó a nuestras vidas, y el retratista por su parte lo único que quiere es alardear de talento pictórico.
Supongo que si Jorge Pardo me hubiese permitido escribir su nombre completo sin más, yo habría dado por rematado el cuadro en ese mismo momento, pero a la vista de los nubarrones de neurosis que se cernían sobre mis engranajes mentales, decidí dejar reposar la cosa y esperar hasta su actuación en el Círculo de Bellas Artes. Me pareció interesante verle sobre el escenario para terminar de resolver cuánto Photoshop le metía al retrato, para no dar por definitiva ninguna pincelada sin la debida reflexión, porque nada me dolería más que Jorge Pardo, en el hipotético caso de que llegase a leer mi colección de brochazos, pudiera pensar que le estoy vacilando en alguna medida. Y me alegro de haber esperado: ya he dicho que el concierto del Círculo me gustó mucho y me sirvió, más que para dar con el punto exacto de Photoshop, para ir más allá en mi idea de presentar a Jorge Pardo desde distintos ángulos visuales a la vez.
Dicho esto, cuenta otra leyenda que en una ocasión una señora se mosqueó con Picasso porque no le gustó el retrato que éste le había pintado. Picasso le respondió que los buenos retratos también van flotando sobre el tiempo.
—No se parece a mí —protestó la señora—. Me has plantado una nariz más fea que el Titanic.
Y Picasso:
—No es el Titanic, señora, es un velero, déjelo que flote.
Si mi retrato a Jorge Pardo se hubiese titulado, por ejemplo, Retrato al estilo libre de un hombre que canta flamenco a través de una flauta, a lo mejor mis pretensiones picassianas habrían quedado más claras incluso para mí mismo y no habría necesitado enrollarme tanto, lo que pasa es que para llegar a ser Picasso hay que pintar muchos retratos y yo como entrevistador, digamos, profesional, ya he dicho que sólo llevo dos entrevistas, por eso me permito escribir el mayor número posible de tontadas fuera de tono, para tener margen de mejora en el futuro. Espero que Jorge Pardo me lo sepa perdonar, aunque también espero que sea cuestión de tiempo que este retrato se acabe pareciendo a él.
Magnífico trabajo. Seguro que a Jorge, si lo ha leído, le habrá gustado 🙂