El milagro de Eva Romo, con la colaboración especial de Pablo San Nicasio

 

Por cuestiones de pudor, incompatibilidad de actividades, conflictos de intereses y otras sinvergonzonerías deontológicas que a menudo atormentan el alma de los grandes peces gordos del negocio periodístico, Rupert Murdoch, Pedro Jota, Casimiro García Abadillo, etecé, etecé, es más que probable que mis jefes de Chalaúra no se atrevan a publicar la pequeña pieza literaria que me dispongo a escribir a continuación, de modo que, una vez liberado de esa carga, ya puedo escribir lo que me salga del, digamos, pepino, que, por otra parte, es lo que suelo escribir siempre: decálogo Francisco Umbral del perfecto columnista estrella, bla, bla, bla…

El 29 de mayo, viernes, en la Casa de Granada, Madrid, Eva Romo cantó y Pablo San Nicasio la acompañó a la guitarra. Eva Romo es amiga mía, y Pablo San Nicasio, además de ser mi hermano, va camino de ser un pez gordo del mencionado negocio periodístico, de ahí todo el rollo profiláctico introductorio.

Por lo que se refiere a la actuación en sí, fue una hora y media de «la magia más pura que puede caber en un escenario», por decirlo en palabras de nuestro querido Romualdo Molina, decano de los flamencólogos, enciclopedia de dos patas y todo corazón, que no quiso perderse el acontecimiento. A este hombre le pasa como a mí: no puede ser del todo objetivo, le tiene cariño a Eva y a mi hermano, pero eso tampoco significa que se deje arrastrar por los malos hábitos imperantes en las sociedades modernas del hablar por hablar, todo lo contrario: al acabar el concierto, Romualdo, con gran profusión de argumentos irrebatibles, se encargó de ratificar mis propias impresiones. Es decir: esto se trata de una cantaora y un guitarrista. Punto. Ni aderezos churriguerescos ni disfraces ni corazas más o menos disimuladas ni aparatos electrónicos de sonido. ¿Puede caber más magia en un escenario, más pureza? Sí, puede caber: Eva, con su nuevo corte de pelo a lo Carey Mulligan en El Gran Gatsby, está más guapa que nunca, y quizá tenga algo que ver el hecho de que —atención, primicia— lleva dentro una «habichuela» de cuatro meses, con lo cual, el público que abarrotaba la Casa de Granada el viernes fue testigo de algo que sobrepasa el ámbito de lo mágico para instalarse en el de lo milagroso.

Sobre mi hermano en particular, baste decir lo que digo siempre: que es cuatro años más joven que yo pero da la impresión de que llegó antes y se llevó los genes buenos de mis padres y a mí me dejó las sobras, lo que tiene un tres por ciento de pose por mi parte y un noventa y siete por ciento de sinceridad, y me alegro de que estos porcentajes prácticamente coincidan con la realidad: mi propensión a la pachorra no habría sabido qué hacer con todas las cualidades virtuosas que adornan a mi hermano.

Con Eva quería extenderme un poco más porque mis oportunidades de compartir espacio y tiempo con ella son menos frecuentes, lógicamente: nació y reside en Granada y sus apariciones por mi barrio, como pasa con todos los milagros, se miden con cuentagotas.

Los aficionados al flamenco, y a la música en general, saben que no es la misma cosa ver a un músico sobre un escenario, ante el público, donde hay que guardar unas mínimas formas convencionales, que verle en su lugar de ensayo, a solas, sin la urgencia de apretarle obligatoriamente las tuercas a la inspiración. Y luego hay una tercera variante, que es ver al músico de juerga, donde ya el desparrame es total: los músicos acostumbran a hacer su mejor música en sus momentos de ocio. Son tres situaciones que se diferencian entre sí mucho o poco dependiendo de cada artista en concreto, pero lo normal es que, en cada una de estas tres situaciones, la inspiración del artista funcione de distinta manera. Yo he tenido la suerte de ver a Eva Romo en las tres situaciones:

Con mi hermano a la guitarra, la he visto actuar en muchos escenarios, por ejemplo: en el Museo del Prado, en la clausura de una exposición de Murillo, en el Real Conservatorio Superior de Madrid, cuando por primera vez en la Historia se oyó flamenco allí dentro, y en el Ateneo de Madrid, y también recuerdo con especial melancolía el día que vino expresamente a cantar en la presentación de una novela mía en el Círculo de Bellas Artes. La he visto ensayar un montón de veces, incluso en el salón de mi casa, y también la he visto cantar de juerga, y una noche me cantó a mí solo por teléfono. En definitiva: tengo información de primera mano y sé de qué estoy hablando.

Eva hace que el mundo sea más bonito para todos los que la rodean, y decir que su voz es la victoria del alma sobre la materia no es un tópico en su caso, es una verdad grande como un milagro. La voz de Eva es la máquina de la verdad, dejando siempre claro que su esencia no es convencer ni seducir ni llevar la razón, sino sencillamente ofrecer al mundo su versión de los hechos. Eva canta y el mundo comprende que la vida es un sueño basado en hechos reales. Su voz es su biografía, de hecho, es la biografía de todo el que la oye cantar: hay sentimientos míos a los que yo no sé ponerles palabras pero los reconozco a través de la voz de Eva, y si esto que acabo de escribir les parece a ustedes exagerado, entonces significará que esta pequeña pieza literaria ha sido finalmente publicada, lo que me permite pedirles ahora, por favor, que se vuelvan a leer el tramo final del primer párrafo, a partir de la palabra pepino. Pues eso.

Por lo demás, después del concierto se me presentó la ocasión de acariciarle a Eva su barriguita supersexy de cuatro meses, y, con el debido respeto, supe estar a la altura de mis supersticiones: le froté el ombligo a conciencia con un boleto de la Primitiva, o sea que ya saben ustedes: si en las próximas fechas echan de menos mi firma en las pantallas de esta web, despídanse para siempre, estaré fundiéndome los millones en Cancún. De momento ahora me voy a acostar un rato.

 

Germán San Nicasio

Escritor

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