Isabel Pantoja es el mejor invento del mundo (I)

 

Y por fin llegó el día. Hola, amigos, qué tal. Supongo que ya estáis al tanto. 11 de febrero de 2017, Palacio de los Deportes, Madrid. Valió la pena la espera. Isabel Pantoja vuelve a ser la reina.

Y son tantas las emociones que hasta me está costando arrancar mi columna de esta semana. Cuando la vida te hace el regalo de poder presenciar algo tan grande, luego vienen los efectos postraumáticos y tienes los sentidos aturdidos un buen rato. Porque, vale, las utilidades de Isabel Pantoja podrán ser muy variadas: igual te sirve para hacer chistes que para quitarle el sueño a Jorge Javier Vázquez o para distraer el foco de los verdaderos choriceos políticos, pero, por encima de todo, y para que España entera lo sepa: Isabel Pantoja es nuestra razón de ser. Chalaúra nació para esto, yo nací para esto, para vivir los éxitos de nuestra gran diva y luego venir aquí a contarlos. Y no es que haya gente pa tó, que decía el sabio, es que hay multitudes ingentes pa tó, y el sábado, por si había alguna duda, el Palacio de los Deportes se llenó a reventar.

Caras conocidas: sólo a mi lado ya tenía a Pedro Ruiz, Soraya Arnelas, Miguel Abellán y Carmen Lomana, si llego a llevarme los prismáticos lleno de nombres famosos toda la columna. Carmen Lomana, por cierto, llevaba unas gafas oscuras y un pañuelo en la cabeza que parecía que venía del entierro de un torero (perdón, perdón, perdón, no lo he podido evitar). En fin, diez mil personas, un solo corazón.

Delante del escenario colocaron a cinco guardias de seguridad vueltos hacia el público, cada uno en una silla, y quince minutos después de la hora anunciada el telón se abrió de arriba abajo, cayó al suelo como el tanga de una actriz porno (perdón otra vez), y allí estaba ella: la reina Isabel, y el Palacio de los Deportes se convirtió en un auténtico manicomio. Arrancó con Del olvido al no me acuerdo, de su último disco. Luego se abrió otro telón y pudimos ver la pedazo de orquesta sinfónica con lo menos 100 músicos. Apoteósico. En el despliegue de medios y en los alardes de voz se veía que Isabel necesitaba sentirse grande. La responsabilidad era importante, y al principio tosió varias veces para aclararse la garganta y bebía mucho de un vaso de agua que dejaba siempre con gran cuidado sobre la tapa del piano. Las primeras palabras que nos dirigió fueron: «Gracias por este compás de espera». No se sabe si las gracias eran para su público por esperarla mientras cumplía condena o para los malnacidos que la metieron en la cárcel, porque gracias a ellos Isabel ha podido hacerse esperar.

El concierto duró más de tres horas y tuvo tres partes diferenciadas. En la primera metió los temas de su último disco, Hasta que se apague el Sol, y algunos de sus éxitos de siempre. El disco que le hizo José Luis Perales en homenaje a Paquirri lo despachó en un popurrí que incluía —por este orden—: Marinero de Luces, Pensando en ti, Era mi vida él, Ven a mí otra vez y Hoy quiero confesar. La segunda parte fue de clásicos de la copla de toda la vida y en la tercera sacó un cuadro flamenco con dos guitarristas, dos cantaores y un cajón.

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Momentos para la Historia: Isabel se mete el micro entre las tetas y se marca así un tema entero. Lo que popularmente se conoce como hacerle una cubana al micro. Luego dedica otro tema a su señora madre, que estaba en primera fila, y las pantallas gigantes enfocan el antebrazo tatuado de Kiko Rivera y las manos temblorosas de la abuela. El tema Hasta que se apague el Sol, que da título a su último disco, se lo dedicó a sus tres nietos, pero Kiko Rivera se lo perdió porque justo ahí le dio por ir al cuarto de baño. Por cierto, pensé que Kiko Rivera iba a salir en algún momento al escenario como artista invitado, pero no. Más agradecimientos especiales: Juan Gabriel, amigo, amor y todas las cosas, Carlos Checa, director de la orquesta sinfónica, y Universal, discográfica que financia la fiesta.

Yo empecé el concierto con la idea de no perder la compostura, llevaba las defensas bien puestas porque sabía a lo que iba y porque me conozco mejor que nadie, pero a medida que se fueron sucediendo los acontecimientos me fui viniendo abajo, y ya lo que me desarmó definitivamente fue ver que uno de los guardias de seguridad, el segundo por la izquierda, estaba llevando el ritmo de la música a cachetazo limpio contra el muslo. Había que verle la cara a ese cacho de tío de metro noventa y brazos como zepelines, supongo que alguien habrá colgado el video en Internet. Al colega le faltaba un pelo para echarse a llorar de la emoción, un pelo de la espalda de Kiko Rivera, y si al final consiguió contenerse no fue más que por pura obligación profesional. Me juego el sueldo de esta semana a que su jefe se pasó el concierto llamándole al orden a gritos a través del auricular que llevaba en el oído. Yo no tuve esa ayuda y, claro, no me pude contener. Como diría mi amigo Romualdo Molina, lo lloré entero.

En el año 2007 un crítico musical llamado Carl Wilson escribió un libro que se titula igual que un disco de Celine Dion: Let’s talk about love. Es un ensayo muy recomendable sobre los gustos musicales de la gente. Porque la música que nos gusta no siempre coincide con la música que decimos que nos gusta. Buen gusto, mal gusto, alta cultura, baja cultura y otros esnobismos de los tiempos modernos, todo esto con Celine Dion como ejemplo arquetípico de artista que nadie preocupado por el qué dirán admitiría admirar. El libro se hizo famoso al otro del Atlántico pero no llegó a España hasta el año pasado, y —lo de siempre: tarde y mal— llegó un tanto adulterado: Música de mierda fue el título que le calzaron los pedorros de Blackie Books, por si había aquí alguien que no era capaz de traducir la ironía. Lo de pedorros es por despecho: en Blackie Books siempre me están tirando las novelas a la basura sin leerlas, pero también lo digo porque me joroba que nos quieran vender la moto de la sinceridad extrema mientras ellos siguen ahí, bien escondiditos en el armario de la ironía. Ironía y sinceridad no son compatibles, señores. Y, como me pasa siempre que me acelero, llega la última curva y me salgo del circuito, y todavía tengo que terminar de digerir muchas cosas importantes. En fin, amigos, estos días os sigo contando cosas de Isabel.

Germán San Nicasio

Escritor

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