Amor a la Yerbabuena
Uno llega a los Jardines de Sabatini con la idea de echar el rato de cualquier manera y entonces va y se enamora. La bailaora Eva Yerbabuena es una mujer peligrosa y escribir de amor no resulta inocuo hoy en día, cuando ya sabemos todos que el amor es una gran mentira y además no existe.
Creíamos que el amor platónico era el único amor que nos iba quedando a los románticos —a los tolis, iba a decir— pero seguramente esté tan muerto como el mismo Platón, así que nada de amor platónico: el amor a primera vista es el último refugio. Tal vez sea el amor más fugaz, pero también el más auténtico y, en cualquier caso, el único que no se corrompe. Y el que diga que el amor a primera vista es pura superficialidad es porque es un puñetero Risto Mejide de los sentimientos y no tiene ni idea de lo que habla.
La bailaora Eva Yerbabuena es mi tipo de mujer: chiquitina, con carnes, cara de mala leche y leyenda oscura. Guapa y peligrosa. En cuanto sale la tía al escenario queda clarísimo a cargo de quién correrá la iluminación esta noche. Un poquitín de pugilato excéntrico con los focos para marcar los límites de su territorio, que es la libertad, y empieza el ritual. En realidad, atendiendo a su etimología primordial, una estrella no tiene más límites que los caprichos de su propia órbita. El caso es que Eva Yerbabuena tira de tu corazón con una maroma invisible y es imposible no advertir la voluntad cinegética, pero no hay escapatoria. Eva Yerbabuena sube las manos y el sudor lucha a través de los poros por expresar su propio concepto del amor salvaje.
Ese momento en que una mujer arranca a sudar es probablemente el momento más erótico que puede contemplar un hombre en la vida. Quiero decir: el instante exacto en que el sudor deja de ser sólo brillo y rompe en esa gran corriente de salvajismo que arrasa con todo, buah, eso es un milagro de la naturaleza. Y es que sudar de verdadero amor es algo que está al alcance de muy pocas.
Eva Yerbabuena es tan peligrosa y tan mujer que uno no tiene más remedio que enamorarse. Y una vez enamorado, ya te da exactamente igual lo que haga en el escenario el objeto de tu amor. Que se pone a hacer posturitas moñas subida a una silla torcida sacada de las Torres Kio, pues perfecto, que pasa de culo por debajo de una mesa como si le hubieran cascado una paliza tremenda al futbolín, perfecto también, que luego llegan un par de karatecas y parten la mesa en dos, pues esto es flamenco, señores, aquí hay que romper cosas, camisas, mesas, corazones, lo que sea. Cada jadeo hacia el clímax es una nueva aportación estética a la noche y, en ese sentido, Eva Yerbabuena tiene un afán revolucionario como de Gillette lanzando al mercado una nueva maquinilla de afeitar y, de igual modo que uno agradece en el amante cualquier tipo de innovación para sacar de la rutina la cosa, Eva se esfuerza por no aburrir. Y conmigo lo consigue. Vamos, que si lo consigue.
Y así hasta el último jadeo, que llega de repente y entonces piensas que casi se te ha hecho corto, es más, que te ha dejado a medias, pero como tienes el corazón enamorado y enmaromado — ¿pleonasmo?—, pues te levantas de la silla y aplaudes como si hubiera sido el mejor jadeo de tu vida. Además, qué coño, a los románticos de verdad en el fondo nos gusta que nos dejen a medias. Total, que tras algo más de una hora de sudores, posturitas y jadeos, sale uno de los Jardines de Sabatini pensando que es una gran verdad lo que dice nuestro compi dramaturgo Fernando Arrabal refiriéndose a la cosa esa del orgasmo: opinión y certeza se excluyen. Sí, vale, se excluyen, lo que tú digas, pero yo ahora daría lo que fuera por echar otro ratito como éste con Eva. Me cago en la mar, qué rato más bien echao.
Germán San Nicasio. Escritor
[box type=»shadow»] Veranos de la Villa de Madrid | Jardines de Sabatini | ¡Ay! Eva Yerbabuena (baile) | 16-7-2013 22:00 h | | [/box]
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